En una aldea remota de la India donde casi no se conocen las frutas, un niño le hizo cierto trabajo a una señora y ésta, en retribución, le obsequió un hermoso racimo de uvas. El chico acarició entre sus manos el racimo.
En esa tarde calurosa ¡Cuán bien le venían esas uvas! Pero el niño pensó: “Mi padre está trabajando en el campo y estará cansado y sediento. Le voy a llevar las uvas a él”. El padre las recibió con mucha alegría, pero pensó: “Las guardaré para mi hija, para cuando me traiga la merienda.
Ella está un poco inapetente y quizás las coma con agrado”. Cuando la chica recibió el racimo de manos de su padre, dio un grito de felicidad. Pero de regreso a su casa, durante el trayecto se dijo para sí: “Guardaré estas uvas para mi madre, porque la pobre está tan cansada, y tan pocas veces podemos comer fruta…”.
Aquella noche, cuando la humilde familia terminó de cenar, la madre anunció: “¡Tengo una sorpresa de postre!” Y al instante colocó sobre la mesa aquel hermoso racimo de uvas que ninguno había comido durante el día.
¿Qué fue lo que indujo a cada miembro de esa familia a no comer el codiciado racimo, sino el amor del uno para con el otro? ¿En qué otro sitio mejor que en el hogar podría y debería expresarse el amor?
En el mundo exterior podrá haber violencia, egoísmo y frialdad, pero en el refugio cálido del hogar no podría faltar el afecto leal y profundo o sea incondicional.
Todos estamos de acuerdo en que hace falta más amor en la tierra. Pero ¿recordamos siempre que sólo cuando tengamos más amor en nuestros hogares, lo tendremos también en el mundo? Consideren con corazón abierto esta reflexión, y vean de qué manera se puede acrecentar el amor en el seno de su familia”.